obra contemporánea

Luis Díaz. Pinturas y dibujos 20-22

 

Ahí está el fuego, la peste y el cielo. El agua, el terror. La imagen. El humano que cae. La cara. La forma. El sueño de la razón. La pasión del miedo. Y la afirmación. La locura de ese desierto y el desastre de este lleno. Negro. Y el rayo y el círculo. La línea blanca, pero también el encierro, el ojo quieto y el tiempo. El gris, el barco y de nuevo el círculo. ¿Qué trae? ¿De dónde viene? ¿Quién lo puso ahí? ¿Es la forma elemental? ¿Es el comienzo de todo? ¿Es el ojo que nos ve, por el que vemos? ¿Y esas figuras? ¿Son los primeros? ¿Y esas mujeres? ¿Qué dicen? ¿Son las últimas? ¿Y esta guerra? ¿Quién podrá abrir las semillas en la llanura del tiempo? ¿Y vos, Federico García Lorca, qué hacés ahí?

Ahí está la pintura, la materia. Lo elemental es el movimiento, la mano del dibujo y con ella toda la historia de una obra. Esa mano es la misma y siempre otra: el medium fundamental de la experiencia de un hombre que quiere ver, pensar, recordar, juntar, llenar vacíos, olvidar y volver a tapar y a llenar. Y a vaciar y a volver a llenar.

            ¿No son acaso el fuego y el agua las fuerzas naturales de la historia de las ciudades, el medio y el fin de la vida humana en la tierra? Eso parece contar el largo de las telas (que es el del tiempo, la línea del tiempo). No para celebrar la destrucción. Tampoco para lamentarse por ella. La reunión de todas esas escenas de un presente arcaico son más bien el choque la de la destrucción y la construcción, una guerra en la que en los trabajos de LD siempre gana al cabo, no sin renuncias y reinvenciones, no sin nostalgias y euforia, la fuerza constructiva. La creación, la vida. Ahí están, por eso, los contagios, íconos de microscopio, encastres, pliegues desconocidos e íntimos. Que en la proliferación se vuelven otra cosa, detalles de unos cuerpos que giran en el aire y crecen. Ahí están esas mujeres, que son sufrimiento pero también la vida de la historia. Ahí están las líneas bajas, que cortan la tierra, tiran sobre ella el cielo, pero también son una posibilidad de volver a empezar y crear espacios y reunir.

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Ahí está el fuego, la peste y el cielo. El agua, el terror. La imagen. El humano que cae. La cara. La forma. El sueño de la razón. La pasión del miedo. Y la afirmación. La locura de ese desierto y el desastre de este lleno. Negro. Y el rayo y el círculo. La línea blanca, pero también el encierro, el ojo quieto y el tiempo. El gris, el barco y de nuevo el círculo. ¿Qué trae? ¿De dónde viene? ¿Quién lo puso ahí? ¿Es la forma elemental? ¿Es el comienzo de todo? ¿Es el ojo que nos ve, por el que vemos? ¿Y esas figuras? ¿Son los primeros? ¿Y esas mujeres? ¿Qué dicen? ¿Son las últimas? ¿Y esta guerra? ¿Quién podrá abrir las semillas en la llanura del tiempo? ¿Y vos, Federico García Lorca, qué hacés ahí?

Ahí está la pintura, la materia. Lo elemental es el movimiento, la mano del dibujo y con ella toda la historia de una obra. Esa mano es la misma y siempre otra: el medium fundamental de la experiencia de un hombre que quiere ver, pensar, recordar, juntar, llenar vacíos, olvidar y volver a tapar y a llenar. Y a vaciar y a volver a llenar.

            ¿No son acaso el fuego y el agua las fuerzas naturales de la historia de las ciudades, el medio y el fin de la vida humana en la tierra? Eso parece contar el largo de las telas (que es el del tiempo, la línea del tiempo). No para celebrar la destrucción. Tampoco para lamentarse por ella. La reunión de todas esas escenas de un presente arcaico son más bien el choque la de la destrucción y la construcción, una guerra en la que en los trabajos de LD siempre gana al cabo, no sin renuncias y reinvenciones, no sin nostalgias y euforia, la fuerza constructiva. La creación, la vida. Ahí están, por eso, los contagios, íconos de microscopio, encastres, pliegues desconocidos e íntimos. Que en la proliferación se vuelven otra cosa, detalles de unos cuerpos que giran en el aire y crecen. Ahí están esas mujeres, que son sufrimiento pero también la vida de la historia. Ahí están las líneas bajas, que cortan la tierra, tiran sobre ella el cielo, pero también son una posibilidad de volver a empezar y crear espacios y reunir.

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